lunes, 4 de marzo de 2013

Moçambique

El fuerte viento que anuncia tormenta portea las graves voces de los mohecines que bendicen el amanecer en Ilha de Moçambique. La ciudad no espera a que el sol despunte antes de herbir en plena actividad -y calor-. El ritmo imita el vaivén pausado del océano Índico que tampoco espera a exhibir sus incontables azules, a cada cuál más bello, y la postal se colma de idilio cuando los cuerpos musculados de los pescadores entran en acción: todo un descaro al que las mujeres de abaya y hijab o burka se atreven a echar una ojeada.

Hoy el mar anda revuelto y la pesca no es buena. Cuatro horas de trabajo sin fruto son suficientes para asegurar que jugar a bao es la mejor opción con que ocupar el resto del día. Al fin y al cabo, volver a comer coco de las palmeras de la playa no está tan mal...

La historia en el interior de tierra firme es otra. Existen montañas que parecen hormigueros en actividad y geometría tocados por el arte de Oldenburg: privados de ojos ajenos se suceden los ritos, sacrificios y rituales que claman piedad a los ancestros para que la lluvia riegue los campos y sean buenas las cosechas. El precio del maíz no ayuda a sobrellevar la escasez de empleo y en la suerte de estos meses está la suerte de las provisiones para todo un año, todo un reto que sin la ritmada marrabenta sería imposible sobrellevar.

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